El
domingo a la mañana nos desayunamos con una noticia sorpresiva e inesperada: La
presidente Cristina Fernández de Kirchner había sido internada por la aparición
de nuevos síntomas producto de un golpe sufrido el 12 de agosto. El diagnóstico,
una colección subdural crónica que obligará a la primera mandataria a un reposo
de al menos treinta días.
Mucho
se ha escrito sobre la crisis institucional que genera la ausencia de alguien
que centralizó la totalidad de las decisiones en su persona, del impacto
negativo que produce la asunción del vicepresidente Amado Boudou, reprobado por
el 60% de la población, y se han tejido no pocas especulaciones sobre el futuro
del Gobierno. Todas conclusiones, a mi criterio, prematuras.
Todo
parece indicar que el cuadro que sufre CFK es un cuadro habitual, producto del
golpe sufrido en su cabeza. El mismo no reviste ninguna gravedad ni permite
presumir su ausencia definitiva. Los treinta días de reposo son relativos, en
los que se desaconseja que realice actividad física y mental. Ciertamente, es
mucho tiempo para alguien que ha concentrado tanto poder en sus manos.
Esta
característica es sobre la que quiero detenerme. Como sociedad, hemos perdido
el concepto de objetividad, y en gran parte los análisis se tornaron subjetivos.
En lugar de debatir ideas, o mensajes, debatimos al mensajero. Siempre
esperamos que venga un salvador, alguien que haga todo el trabajo que no nos
animamos a hacer nosotros. Así fue como, por ejemplo, futbolísticamente
esperábamos las pinceladas de Maradona en su época, o de Messi en la
actualidad. Se consideró un héroe a Menem por terminar con una inflación que se
había tornado endémica. Y así, en muchos ámbitos, estamos acostumbrados a que alguien
siempre haga el trabajo por nosotros. Como sociedad, siento que hemos
involucionado, que hemos llevado al terreno de las divisiones irreconciliables un
tema tan importante y relevante como la política. Nos hemos vuelto intolerantes
con quienes no comparten las mismas ideas que nosotros. Nos hemos acostumbrado
a señalar al otro, tanto por sus aciertos como por sus errores. Sería fácil
echarle la culpa al Gobierno de esta situación. Pero sería como un “él empezó”.
A las provocaciones se las debe encarar con altura, con altruismo, y
defendiendo lo que se considera justo. Si queremos que haya tolerancia,
fomentémosla, y demos el ejemplo.
Mi opinión sobre la
salud de la presidente es que, justamente, no debería ser algo de lo que hable
todo el país. Tanto acólitos como detractores incurren en el mismo error: un
fanatismo personalista que no es bueno en ningún sentido. Se llega a esta
situación por la ya descripta centralización del poder, que no es nueva, desde
luego. Pero, por sobre todo, se llegó a esta situación por nuestra desidia. Porque
no defendimos nuestras instituciones. Porque aceptamos que haya obsecuentes que
esperen la directiva presidencial para actuar. Porque aceptamos que se apriete
y se persiga a jueces y a periodistas. En definitiva, llegamos a esta situación
porque siempre esperamos a que “lo haga otro”. No nos comprometimos con el país
que queremos, ni con el que esperamos. Caímos en el facilismo de señalar con el
dedo. Los políticos vinieron de esta sociedad, no nos olvidemos. Hoy, más que
nunca, necesitamos autocrítica.