Hoy
se cumplen 5 meses desde que Mauricio Macri asumió la presidencia de la Nación.
Aunque a muchos les parezca que ya es mucho tiempo, considero que aún es un
período muy prematuro para sacar conclusiones sobre las direcciones que tomará
el gobierno que fue elegido por aproximadamente trece millones de habitantes el
22 de noviembre pasado. Es muy probable que la corrección de la pesada herencia
exceda a este período constitucional. De todos modos, se ha logrado cerrar una
negociación ardua con los holdouts, negociación exitosa tomando en cuenta que
se negoció con una sentencia en contra sobre la mesa. Resultó polémica la quita
de retenciones a las mineras: si bien se requería dar señales “market-friendly”,
también considero de importancia la defensa de nuestro suelo y que se pague por
su uso. También considero peligroso el método de evitar el desbande
inflacionario vía LEBACs, situación que nos puede traer inconvenientes en el
largo plazo. La salida del cepo cambiario terminó siendo un logro positivo, si
bien se intentaron demonizar efectos que fueron menores a los de la devaluación
kirchnerista de enero de 2014. Sobre esto me referiré en el próximo párrafo.
Como conclusión en esta materia debo decir que probablemente estos pocos meses
que quedan del primer semestre sean los últimos de “lo peor”, y que, si bien
los guarismos del segundo no serán extraordinarios, se empezará a vislumbrar
una leve mejoría. En algunos aspectos se hizo lo que se tenía que hacer, en
otros, la situación heredada fue un pernicioso condicionante.
Hecha
mi crítica en materia económica, y tomando en cuenta que esperaba más de este
aspecto que del político, prosigo a resaltar el por qué de estas líneas. Las
críticas que yo le pueda hacer al gobierno de Macri son las mismas a las que él
se refirió el día de su asunción: señalarle sus errores en pos de un diálogo
superador y conciliador, porque al país ideal lo construimos entre todos.
Pretender que este gobierno arregle en pocos meses un problema estructural que
viene desde hace setenta años es, cuanto menos, utópico. Y digo setenta años
porque, claramente, el paradigma político que predomina en este país es el
peronista. Juan Domingo Perón era un líder populista que se inspiró en
Mussolini y en Hitler para crear un sistema en el que su partido fuera el único
que pudiera gobernar con tranquilidad el país y, de ese modo, perpetuarse en el
poder. Muchas estructuras nacionales simpatizan ideológicamente con esta doctrina,
y erradicarla, o lograr que conviva con otras alternativas democráticas, es
algo que sin duda excederá a este gobierno. Justamente, porque no debe importar
que el presidente se llame Macri o se llame Kirchner. Construimos un modelo en
el que asemejamos un presidente a un todopoderoso, a alguien que debía darnos
el pescado y no la caña y enseñarnos a pescar.
Este
esquema populista y totalitario es el que, con nuestro voto el 22 de noviembre,
decidimos que debe cambiar. Al peronismo no se lo debe atacar por su ideología,
sino por sus prácticas populistas y totalitarias. Debemos terminar con ese
concepto de que no ser peronista es ser “gorila” o “antipueblo”, porque esa es
una de las prácticas populistas que más devastó a nuestra sociedad. Es una
mancha en nuestra historia que hace casi noventa años que un presidente no
peronista no termina su mandato (El último fue Marcelo Torcuato de Alvear en
1928). Por eso, me parece perfecto que se le critique a Macri y se le señalen
sus errores, pero no se debe entrar en el juego de un sector fanático nostálgico
(cada vez menor) que pretende ver a Macri yéndose en helicóptero para de esa
manera tomar el poder para siempre. Aprendamos, de una vez por todas.